El precio de la elegancia - Capítulo 4

El precio de la elegancia

Capítulo 4

Con un vestido turqueza sin mangas y con cuello redondo con encaje en el busto, zapatos de tacón crudo y un bolso pequeño fucsia, con el cabello recojido en una coleta negra y su maquillaje intacto, Beth, junto con Holly, se dirigió a donde la secretaría le había indicado: el centro de militancia de West Point. { http://www.polyvore.com/turquoise_fucsia/set?id=51434843 }

— ¿Qué piensas decirles, Beth?

—Alguien como yo, está imposibilitada de ir a un lugar así. —le contesta, caminando a paso firme, hasta llegar al enorme lugar. Había tres edificios centrales cubriéndose las tres ramas: el ejército, la armada y las fuerza aérea.

— ¿Quién es la Sra. Donal? —pregunta Beth, encontrándose frente a un grupo, de cuatro hileras y largas hasta más de una cuadra, repleto de hombres y mujeres.

—Esa soy yo, ¿y usted es...? —indaga la mujer, con el cabello recojido rojizo y luciendo el traje de la milicia con una pollera negra entubada.

—Elizabeth Rockefeller. —contesta la pelinegra, sin doblegarse ante el tono mordaz de la mujer.

— ¿En qué puedo ayudarla? —pregunta, con un tono educado pero fuerte.

—Acá, debe haber un error. —dice ella, entregándole un afiche de la cafetería. —Y quiero que lo solucionen ya mismo.

—No veo el error, señorita.

— ¿No lo ve? ¿Acaso tiene algún problema en la vista? —le pregunta, un poco cansada de la ausencia de soluciones. —Acá dice que el próximo lunes se va a realizar el campamento de supervivencia en el monte para todos los estudiantes del West Point.

—Eso es correcto. —le dice la mujer.

— ¿Correcto? —inquiere, con enojo y desesperación palpante en la voz.

—Así es, señorita.

— ¿Está diciendome qué tengo que ir al medio del monte por una semana?

—Es obligatorio para todos los estudiantes, Srta. Rockefeller.

— ¿Tiene idea quién soy? —inquiere ella, con los nervios a flor de piel, mientras que todos los allí presentes posaban sus ojos ante el espectáculo que ella misma estaba montando. — ¡Soy Elizabeth Idina Walton Rockefeller! —le grita, con frustración. —Ven aquí, Holly. —le dice, tomándola del brazo. —Y ella, es Holly Buffet, nieta de Warren Buffet. ¿Cree que dos herederas de clase elitista pueden ir como dos salvajes al medio del monte? ¡No somos animales!

—Está muy equivocada, Srta. Rockefeller. —le contesta la mujer, siendo educada pero tenáz.

—Usted está equivocada. ¿Qué pasa si a mi, o a ella le sucede algo? ¿Sabe lo que va a pasar con las acciones de nuestras compañías? ¿Sabe usted lo que pasaría si morimos o algo por el estilo? ¡La economía de Estados Unidos se desplomaría! ¡La economía mundial! —le dice, enojada. — ¿Alguna vez pensó en ser la causante de la crisis económica más grande de la historia?

—No se preocupe, Srta. Rockefeller. No pensaba dejar a una niña de ciudad sobrevivir por si sola en el monte, cosa que se que no lograría ni por dos horas. —dice con un deje de burla que hizo que Elizabeth se mordiera la lengua. —Los estudiantes universitarios que no tienen una preparación militar van a ser acompañados por un alumno de la carrera militar.

— ¿Y qué si ella y yo morimos?

—Eso no va a pasar.

—Si muero, va a pasar el resto de sus días en la cárcel. Mi tío, es uno de los más cercanos amigos del presidente Obama. Ya sabe lo repudiable que va a ser su vida si algo me sucede. —le dice de mala gana la muchacha. —Así que, para ahorrarnos cualquier trámite político, cambie las normas y exenta a los alumnos de la universidad.

—Las reglas son iguales para todos, señorita. Sean herederos de una gran corporación o no. —le contestó la mujer, con determinación.

— ¿No va a cambiar las reglas? —le preguntó Elizabeth, mirándola como una serpiente mira a su presa antes de clavarle su veneno.

—Lo lamento, pero no.

—Sra. Donal, ¿verdad? —pregunta ella, con una sonrisa cínica. —Juro que se va a arrepentir de esta desición. —le dice ella, girándose, y caminando como toda una diva, de vuelta a la universidad.

— ¡Beth! ¡Espérame! —le grita Holly, la cual corría con desesperación detrás de ella.

— ¡Esa mugrienta! ¡¿Cómo se atreve a desafiarme de esta manera?!

—Beth, ya está. Si no se puede, vamos al campamento y listo.

— ¿Estás loca, Holly? ¿Vas a dejarte vencer por una simple soldado?

—Dijo que las relgas no se podían cambiar.

—Sus reglas no se pueden cambiar, perfecto. Las mías tampoco. —dice ella, tomando de su bolso, su teléfono y marcando el número uno, esperando dos tonos, habla. —Vladimir, por fin. Creí que iba a morir al otro lado del teléfono. —dice ella de mala gana.

—Lo lamento, señorita, no encontraba el celular.

—Da igual. Necesito que hagas algo.

—Lo que desee. —contesta este, en tono sumiso, al igual que en los último dieciocho años.

—Hay una soldado, es de un alto rango porque está acargo de varios alumnos. Se llama Donal, no se su nombre.

— ¿Sucedió algo, señorita?

—Necesito que hagas que la despidan. —dice esta, haciendo que Holly la mire horrorizada.

— ¡Beth, no! ¡No puedes quitarle el trabajo a alguien solo porque estas molesta!

—No me digas lo que puedo hacer o no. —le dice de mala gana.

—Vamos, Beth. No puedes hacerlo.

—Haz que la echen, Vladimir. Si para mañana ella sigue en West Point, el que se queda sin trabajo eres tu. —musita la pelinegra, cortando la comunicación con el hombre. —Y tú... Jamás vuelvas a interrumpirme. Nadie me dice lo que puedo o no hacer, inclusive tu, Holly. —y luego de eso, sale caminando hasta la biblioteca de la universidad.